Ayer me escapé de casa. Con la ilusión y rebeldía que me caracterizan -aunque sea cincuentona y premenopáusica- confabulé con la única persona que me sigue las locuras. ¡Bendito sábado!
Salí de casa con el traje de baño debajo de una camisa color guayaba y unos mahones ajustados. Mi hijo favorito, de los mayores, lo supo al instante porque le tocó bajar los tereques, entre los que sobresalía mi toalla de colores chillones. “Máma, ¿a dónde tú vas?”; “Shhh... a la playa. Búscame a Flori”.
De todos los bastones, solo Flori -coqueto y casi indestructible- es apto para esa aventura. No sometería al salitre a Ramito ni a Tofutti, obras de un reconocido pintor y de una gran ilustradora, respectivamente.
Después de dos paradas para realizar gestiones sabatinas, y de una última para comprar cremas para evitar que el sol nos cocinara la piel, mi cómplice y yo nos comidos dos tacos mexicanos y nos encaminamos hacia Piñones; que de piñas, no tiene nada. Se trata de una enorme franja de arenas limpias de color sol de atardecer; palmeras altas y largas como patas de flamenco, bordeada de arbustos de uvas playeras.
Tanto de día como de noche, el lugar tiene fama de ser un “lover’s lane” de 7 pares de... ¡eso mismo!
Para mí es más que especial. Y no porque me hubiera “apiñado” con alguien (“apiñado”= verbo acabado de nacer, cuyo significado no hubiera sido utilizado por María Moliner). Para mí, Piñones es casi sagrado. “Casi” porque le falta la magia y la sapiencia de las culturas precolombinas que he respirado en Teotihuacan, Chichen Itza y Machu Pichu.
En Piñones todavía se escuchan los llantos de los esclavos africanos y se respira su deseo de sobrevivir las cadenas y el carimbo. Quizá de ellos busco la fuerza para levantarme de los resabios que me ha causado Intruso -el tumor cerebral que aparentemente me habita desautorizado- en su tercer ataque. De hecho, fue en las arenas de Piñones donde dí mis primeros pasos hace 12 años, tras la primera craneotomía.
Por eso escogí esa playita.
El día se lucía de hermoso. El cielo tan azul que dolía mirarlo. Ni una nube. El mar competía con distintos azules, para que tuviéramos a escoger la tonalidad favorita. Ya habíamos llegado y no nos íbamos a paralizar con el paisaje.
Mi cómplice sacó silla y bolsos antes de bajarme.
No la obedecí. Abrí la puerta del carro, saqué la pierna derecha y ayudé a la malcriada República Independiente Izquierdista. La arena, ardiente, no respetó las sandalias de goma y se me metía por los lados. Como desde hace tantos años... sentía el calor en el pié derecho, pero no en la República Independiente Izquierdista, ni en 4 de sus 5 islitas. Esos dedos que encorvados le hacen el trabajo más difícil al resto de la nación.
Ni sosteniéndome con las dos manos mi pobre cómplice podía hacer que diera un paso. El pie de la República Independiente Izquierdista se torcía hacia fuera en pleno ataque terrorista. Descansando cada dos o tres pasos, llegamos a la silla. A ratito, volvimos a la carga: un paso, descanso; otro paso, descanso.
No sé cuál de las dos se cansó más. Ser paciente de cáncer en remisión y arrastrar a una loca que se empecina en vencer a una minoritaria República Independiente Izquierdista es otro capítulo más de “La Locura en Estéreo” de dos amigas.
Cuando por fin llegamos a la arena mojada, el pie dejó de virarse, ¡y de doler!
Entonces... ¡patos al agua! Ese era el grito de alegría que yo le decía a mis hijitos antes de que tocaran el bendito líquido antes de bañarlos. Pensé en cada uno de ellos y en aquella época de autosuficiencia en la que podía hacer todo solita. Esperé que mi cómplice hiciera un reconocimiento del área para ver si mis pies tolerarían. Una vez aprobado... me agarró de las manos y entonces sí fui feliz.
Agua, mágica agua salada. Agua, la que me permite caminar en las terapias de watsu. Agua, la que limpia el espriritu... agua que... ¡fuá! Una ola me tiró. ¡Fuá, fuá! Dos olas corridas... ¡FUAAAAAAAAA! Un olón nos tiró a las dos. Mientras más fuertes, menos me podía manejar de pié. Entonces... lo de siempre: me tenso, y la pierna se estira como un palo. Lo ineludible: la República Independiente Izquierdista sube a una inclinación de 90 grados del cuerpo. “¡Mierda! Si me da una convulsión el el agua, me chupa la bruja”, pensé. Mi cómplice-lee-pensamientos trató de tranquilizarme, pero no había forma. Casi incurro en un ataque de pánico. No era para menos con una pata tiesa, asustada y ese oleaje de Cuaresma.
Mi pobre cómplice ya no sabía qué hacer: “Respira, flota, tranquila, no pasa nada”.
“¡Mierda! ¿Cómo que no pasa nada? ¿Cómo voy a flotar si tengo la pata tiesa?”, le dije desesperada y mezclando lagrimas saladas con el salado del mar.
Claro, lo que nunca le dije es la vergüenza anticipada de pensar que flotando con ¾ partes del cuerpo y la condenada República Independiente Izquierdista a 90 grados, yo hubiera parecido bailarina de nado sincronizado... y que cuando la República Independiente Izquierdista empezara la rutina de convulsión focal, todas las familias se arremolinarían a alrededor a aplaudir con sus niñitos.
Finalizada la convulsión yo lloraría de la impotencia –como siempre- y todos aplaudirían más fuerte, pensando que estaba emocionada con los vítores. Lloraría más fuerte, pensando que se burlaban, y entonces me gritarían como si estuvieran en gradas de juego de fútbol (donde yo nunca he estado): “¡Oé, oé, oé, oéeeeeeeeee!
Afortunadamente, no hubo convulsión. Desafortunadamente, el regreso del mar a la silla de playa fue más tortuoso porque las olas, cada vez más fuertes, me abatían con más coraje. Tuve que salir del mar arrastrando la tiesa República Independiente Izquierdista. Me ayudaron mi cómplice, mi República Confederada Derechista (que sí dobla), mis ancas y los brazos.
Y todo porque el mar confabuló en mi contra.
Pero el pillín no se sale con la suya. Esta semana haremos un fast search de las playitas llanas en las que pueda hacer terapia salada. Cuando mi cómplice y yo lleguemos a la pocita seleccionada, prometo quedarme quieta en lo que ella hace el reconocimiento del área.
¿Después? Ya veremos. No hay ola que detenga esta lucha cuerpo a cuerpo con Intruso.
(Foto x Cassiopeia)