Si te dijeran que en par de días se te olvidará el sabor de un beso, el calor de un abrazo, la seguridad de dormir pegada a un pecho, ¿cómo reaccionarías? Si te digo que cuando me lo dijeron por primera vez me quise caer muerta, ¿me creerías? “¡Cualquier cosa, cualquier cosa menos esa!”, pensé hace 11 años mientras le miraba los ojos mudos al neurocirujano que cumplía con su deber ministerial al hacerme todas las advertencias. Parecía que estaba leyéndome las letras chiquitas de un contrato de vida.
Primero me quise morir, después lo quise matar. Ya me había recitado las otras “posibilidades reales” cuando se viola un cerebro mediante una craneotomía: “puedes morir, puedes quedar cuadrapléjica, parapléjica, hemipléjica; puedes quedar ciega, sorda, impedida de caminar; puedes perder la memoria cognoscitiva... y puedes perder la memoria afectiva”.
No recuerdo que me dijeran que podía quedar muda, pero en ese momento creo que enmudecí. Me hacían las advertencias a ver si me desanimaba en confrontar en un ataque despiadado a Intruso, el tumor cerebral que acabábamos de descubrir que me habitaba desautorizado quién sabe desde hace cuánto.
Tenía pinta de maldición: ¿cómo evaluar la situación con ecuanimidad? A un lado de la balanza, los dolores de cabeza infernales y las convulsiones. Al otro lado, la posibilidad de perder el amor. Porque de eso se trata la posibilidad de “perder la memoria afectiva”: olvidaría rostros y sensaciones.
Quizá por ingenuidad, quizá por desesperación, lo primero que seleccioné para la hospitalización fueron al menos dos decenas de fotos que identifiqué cuidadosamente y en letra de trazos claros: mis hijos, mi esposo, mis padres, hermanos, sobrinos, amigos. Incluí algunos apuntes sobre lo que sentía por cada uno de ellos. No recuerdo si mi gato Noche acompañó las demás fotos en el sobre zip-lock.
Al salir de sala de recuperación de neurocirugía –uno de los infiernos que visito cuando Intruso se encapricha- las primeras caras asustadas fueron las mismas de esos cuyas fotos había protegido del olvido.
Como en el Juego de la Oca: “¡obstáculo superado!” No solo los reconocí... también recordé mi miedo a que se esfumaran entre neuronas desconectadas. Y quise besarlos... buena señal. Los días siguientes, en la Unidad de Cuidado Intensivo los podía abrazar únicamente si me agarraba la mano izquierda y la sostenía en el cuello de la víctima de mi amor. Era una de las estrategias para expresar lo que sentía, ahora, con mis nuevas limitaciones físicas.
Seis años más tarde me tocó repetir la visita al infierno. Ya con más experiencia, los nenes más grandes, pero con el mismo temor, me preparé la taza del amor. Fotos y mensajes la adornaron.
Hoy, la miro y me pregunto qué hubiera pasado si la memoria afectiva se me hubiera escapado entre los dedos de los neurocirujanos. ¿La verdad? No quiero “darle cabeza” a esas ideas. Mejor me concentro en intentar caminar, en continuar saboreando besos; en dar y recibir abrazos cálidos; y en sentir la seguridad de dormir pegada a un pecho. ¿La taza? Ahí la tengo como uno de los trofeos que uso para nunca olvidar agradecerle al Cielo que me permita intentar andar por la vida conViviendo con Intruso y amando.
(Foto x Cass)
2 comentarios:
Conmueves y haces reflexionar... Un abrazo afectuoso y solidario aunque suene a "clisés" de "izquierdas"...
Cada día eres una victoria nueva, un ejemplo nuevo, una aspiración nueva, un reto nuevo, que nos ayuda, tal vez sin que los demás nos percatemos, a ser mejores.
Eric,
Acepto tu abrazo afectuoso y clichetoso izquierdista.
Y, aprovecho tu solidaridad para darte la queja: la República Izquierdista (esa pierna que hace lo que le viene en gana) no me da tregua. Insiste en reclamar autonomía y me hizo caer estrepitosamente hace un rato.
¡Ha sido como retroceder 10 años!
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