
Desde que tengo uso de razón mi madre me dijo que estaba viva de milagro porque casi me pierde como perdió el embarazo que me antecedió. Dicen que los niños olvidan detalles de su vida temprana, pero juro que recuerdo lo que pasó después que me caí del segundo piso de la casa de abuelo. Los vendajes alrededor de la cabeza, la alergia y cómo perdí las mayor parte de la piel de la frente. Tenía un año, un mes y seis días.
A los 4 años y medio me enterré en la frente la tapa de metal de una lata de manteca. Recuerdo el escalón que no ví, y la fracción de segundo antes de tener el latón brilloso incrustado en mi cabeza. El grito de mi madre, la carrera al hospital. Recuerdo cómo se anestesiaba a los niños con el cuento del perfumito. De adolescente, recuerdo como si hubiera sido ayer, el accidente en el Volky, cuando casi nos despeñamos por una de las rutas más bellas del Bosque del Monte del Estado en Maricao. Yo estaba en el asiento de atrás, en el medio y fui la única ilesa.
No tengo que continuar enumerando accidentes para justificar la forma de celebrarme los cumpleaños -o cumplevidas- durante todo el mes de noviembre como si fuera “fiesta nacional”. Me regalo libros, y gustitos, intento ir a algún sitio especial, y siempre siempre siempre llamaba a mi madre o la invitaba a festejar conmigo. Mis últimos once años de tumores cerebrales -dos craneotomías y una radiocirugía- me certifican como sobreviviente orgullosa, que continuará disfrutando cada suspiro, cada pétalo, porque –me reitero- no quiero existir. Prefiero ConVivir.
Por eso aprovecho cada segundo para agradecerle a Dios por el espectáculo gratuito de un paisaje lejano florecido y la rosa en miniatura de mi patio, que perfuma aunque la tenga a un brazo de distancia.
Lo hago a sabiendas de que vamos al ritmo de “un día más, un día menos”. Por eso me saboreo cada respiro.
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